2 mayo, 2014

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Este fin de semana estuve en Portugal disfrutando de la cuarta prueba del mundial de rallys junto con cuatro amigos, buenos aficionados. Salimos de mi pueblo, Villanueva del Rey (Córdoba), el jueves a eso de las cuatro y media de la tarde, y cuatro horas más tarde estábamos por fin en tierras lusas. Serían las nueve cuando pasamos por el estadio del Algarve y a mí, dulce alma inocente, se me ocurrió parar sin pensar en que cuando nos fuéramos sería de noche. Pues bien, a las diez volvimos a emprender nuestra marcha hacia el tramo Silves, primero “serio” del rally. Con la seguridad que nos daba el GPS nos dirigimos hacia el punto que marcaban las coordenadas que ofrecía la página oficial (de donde sacamos horarios y demás parafernalia). No tardamos demasiado en averiguar que no había sido una buena idea detenerse en Algarve, pues un guardia nos paró cuando faltaban unos kilómetros para llegar a la zona marcada bajo el pretexto de que era una zona de seguridad, de evacuación, o algo así. Él, muy amable, fue a su coche a por un mapa y nos indicó que debíamos torcer dos veces a la izquierda para llegar al tramo. Confiados en sus palabras giramos donde nos dijo, pero creo que aún a día de hoy debe de estar riéndose de nosotros, porque consiguió perdernos… ¡durante casi tres horas! Foz do Ribeiro, Portimao, Albufeira, Silves, nos recorrimos casi todo el sur de Portugal hasta que paramos en una estación de servicio y un señor nos indicó, por fin, cómo puñetas llegar.

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Cuando conseguimos alcanzar nuestro destino y terminamos de montar la tienda de campaña, dos de los amigos y yo decidimos ir a explorar el tramo. No sé si fueron los Red Bull que tomó o fue su espíritu aventurero, pero el caso es que gracias al mediano en edad (siendo yo el más pequeño) encontramos un lugar precioso. Se trataba de un cortijo aparentemente abandonado que, situado en altura, tenía un porche desde donde se podían ver un par de buenas curvas, así que cuando salió el sol nos trasladamos. Cogimos unas sillas que encontramos por allí y esperamos pacientes. Pero el principio de la historia que quiero contar comienza ahora, cuando salió el sol. Nos habíamos hecho amigos de los dos “marshall” que se habían colocado allí (bendita Sagres y bendita retórica del mayor de nosotros), así que nos avisaron cuando estaba viniendo el dueño del aparentemente abandonado cortijo. Se trataba de un señor mayor, menudo, con cara de bonachón y bastante agilidad para la edad que debía tener. Ante nuestro asombro, el señor abrió su casa y se sentó con nosotros. Y digo ante nuestro asombro porque en España, al menos aquí en el sur, lo normal en esta situación es que el dueño se enfade y, en las ocasiones más extremas, te eche del lugar. Pues bien, poco después de aparecer este hombre apareció otra mujer, menuda como él, que debía rondar su misma edad. Tras la primera pasada la zona, que había estado habitada sólamente por nosotros durante el transcurso de la misma, se llenó de gente. Franceses, portugueses, españoles, belgas… y de nuevo, ante mi asombro personal, los dueños del cortijo comenzaron a repartir naranjas. Sí, preguntando que si estábamos cansados el hombre sacó un saco lleno de naranjas y empezó a repartir a todos, insistiendo a todo aquel que no quería. Por su parte, la mujer sacó una especie de licor (muy fuerte) tradicional de allí y le ofreció a todo aquel interesado en probarlo. Por si esto no fuera suficiente, un amigo se puso un poco fastidiado con dolor de cabeza y la señora, amable como ella sola, le llevó dentro y le tumbó en la cama, arropándole después.

Y allí estábamos, casi treinta personas, todos en un grupo, hablando y riendo, compartiendo anécdotas, poniendo a prueba el idioma en que tuviéramos que hablar pero entendiéndonos todos, comiendo naranjas de aquella pareja (primos según me dijo él) de la que no tengo adjetivos suficientes para describir, viendo la última pasada de Silves bajo un agradable sol, disfrutando… ¿Quién dijo que el idioma o las costumbres eran un problema? Por un día, por aquel momento, no me sentía español, ni portugués, ni belga, ni francés; me sentía simplemente ciudadano del mundo y estaba unido a otras treinta personas por una misma pasión, los rallys. ¿Mágico? Más de lo que estas palabras pueden expresar.

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